Luces. Música. Vasos llenos de refresco o alcohol, ni
siquiera importa el contenido. Una pista de baile que se despliega ante los
ojos de todas esas personas que han decidido quemar ahí toda una noche de
verano, o animar quizás la madrugada invernal.
Y chicas.
Algunas llevan vestidos tan ceñidos que se confunden con una
segunda piel y otras pasan de emperifollarse tanto. Hay chicas que se han
comprometido seriamente a aguantar toda la noche sobre las agujas de sus
tacones de infarto, pero también quienes vuelan ligeras sobre sus sandalias
planas. Máscaras de maquillaje o un poco de pintalabios para darle vida a la
sonrisa, pestañas que se despliegan unos centímetros más allá de lo corriente y
mejillas sonrosadas ya más por el calor de la masa humana que por el colorete
aplicado horas antes con el mimo de una profesional.
Las primeras horas de la fiesta siguen las normas de la
etiqueta más casual y hay codazos, pares de besos regalados a alguna que otra
conocida. Pero entonces llega una canción especial.
Puede ser uno de esos ritmos latinos o el mayor éxito de
Grease, el caso es que todas se saben parte del estribillo y la han bailado mil
veces antes. Las notas que disparan los altavoces del DJ, desde luego, no les
son desconocidas.
Y entonces, de repente, algo cambia. Las parejas de amigas
íntimas y los corrillos de bailarinas tímidas se funden durante unos minutos
porque, por un momento, nada más importa que la música que las vuelve locas
hasta bailar como un solo ser. Son algo más que chicas.
Míralas. Probablemente cada una tenga sus problemas, y casi
seguro que hay alguna imbécil que nunca se habría dignado a hablar con otra más
sencilla. Y sin embargo, en ese momento todas se sacan los zapatos y sacuden la
melena y solo son chicas idénticas y felices que bailan hasta olvidar que
incluso la noche más fantástica acaba por tener fin.
Puedes verlas agarrarse de los brazos de las otras, levantar
las piernas en el aire y sacar lo mejor de sí mismas. Es la certeza de que
nadie las mira pero todos son conscientes de que están ahí, de que cuentan
todas lo mismo aunque solo sea hasta que se extingan los últimos acordes del
single más comercial, lo que les da alas para liberarse de la vergüenza y
perder la cabeza por una noche.
Nunca van a ser más bellas que ahora que no les importa lo
más mínimo la impresión que puedan causarnos. Nunca sus cuerpos son
interminables como ahora, que nadie se acuerda de apartarse un mechón de
cabello sudado de los ojos o asegurarse de que el vestido no deja ver más de lo
que debería.
Mientras dure la música, son todas íntimas; aunque ninguna
sepa nada de las demás, porque ni siquiera ellas mismas son conscientes de sus
propios secretos. No son más que lo que siempre quisieron ser: chicas,
despreocupadas y enloquecidas, viviendo al límite y formando parte de una
multitud que no rechaza a nadie porque no hace falta pedir permiso para unirse
a ese rompedor club de bellezas sin aspiraciones.
Si es que lo habían dudado alguna vez, ahora están
profundamente convencidas y sin preguntárselo siquiera: vivir vale la pena.
Vivir es esto, la vida son sus manos entrelazadas barriendo el aire iluminado
por los focos de discoteca y esa seguridad en sí mismas que muchas jamás habían
sentido.
Mañana, incluso horas más tarde, cuando ya se les haya
pasado el efecto de la bebida o sencillamente hayan apagado los altavoces; no
le darán ninguna importancia a todo lo que han vivido esta madrugada. Pero
sabrán que cualquier otra noche, en cualquier otro sitio y con cualquiera de
las compañías, solo necesitan música y algo de ambiente para poderlo revivir.
Porque, como cantaba Cindy Lauper, al final del día girls
just wanna have fun.
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