Ana María se muere a trozos detrás de las cortinas. Ana
María, qué nombre tan santo, es más puta que todas las putas porque se ha
vendido entera a cambio de cuatro paredes desconchadas y amenazas que ella
misma alimentó.
Ana María, ave marías le decían las monjas en el colegio que
rezara, levanta la cabeza solo para rogarle a Dios. Porque de tan gacha que la
lleva al sol de la mañana, el único capaz de vislumbrarla tras los visillos
translúcidos, ya se le ha olvidado el color de sus ojos y quizás por eso la luz
se le ha apagado y llena el cielo madrileño de desánimo.
Porque los ojos de Ana María eran más verdes que el más
verde de los campos, un campo de abetos fríos, un campo de esmeralda suave
pegado al mar, y mira, también eran más verdes que el mar tropical de los
sueños ajenos. Ahora yo ya no sé de qué color son, grises quizás, porqué no, si
su corazón y su sonrisa eran más blancos y más libres que un lucero solitario y
ahora se han vuelto cenizos como estrellas muertas.
Ana María sabía bailar, aunque se moviera discreta entre
briosas piernas tostadas, ella con su escote blancuzco y sus ademanes mudos, a
pesar de todo esto podía marcarse unos buenos pasos y encandilar al más chulo
de todos. Porque Ana María era una mujer, sería la más tímida y la más buena de
todas las mujeres del bar, y del barrio, y de Madrid, y quién sabe si del mundo
entero, pero era una mujer. Quién sabe, quién sabe si no habría mujer menos
lanzada que Ana María en todos los rincones de este universo. Pero mujer era,
de la cabeza a los pies, desde la curva de su cadera hasta la dulzura de sus
ojos, des del velo de sus pestañas hasta la grandeza de su alma.
Ana María ahora es un despojo. Un trapo, un harapo, un
jersey deshilachado, un sujetador desgarrado. Un zurcido mal hecho, como el que
le cierra las heridas, de los huesos y del corazón. Se pudre bajo las palabras
malsonantes, se marchita entre los ataques viperinos, se desmorona entre
bofetadas ocasionales.
Ana María ha perdido el brío que un día logró que hasta las
bocas más salvajes le susurraran un ‘te quiero’ a su sonrisa amansada, ha
perdido la armoniosa combinación de su dedo chupeteado y la cuerda de la
guitarra, ha perdido la tierna habilidad para soltar latinajos sin causar
repelencia, ha perdido por encima de todo un labio que de tan partido ya ni
sabe besar.
Aunque, ¿a quién iba a besar Ana María?, espero que a su
verdugo no, porque por putas que sean, hasta las mujeres más desgraciadas se
cuidan de respetar una pequeña parcela de su antiguo yo…
Y eso que de Ana María, que si pudiera ahogaría la mirada en
las cenizas para apagar su brillo rebelde, ya no me sorprendería nada.